Por Miguel D. Mena
Editor, docente universitario y urbanista
Estoy a favor de Anthony Santos. El bachatero tiene derecho a gritar “Viva Trujilo” en público y en privado y donde lo considere correcto. Estamos en el siglo XXI. Las leyes antitrujillistas tienen 50 años en uso pero los puros trujillistas han salido por la puerta ancha, con los sacos llenos y la cara contenta. Hasta tienen paquete de calles, avenidas, monumentos. Hasta le dedicamos libros, conferencias, los homenajeamos hasta más no poder. ¿Tienen en la sociedad dominicana actual el mismo espacio los doctores Balaguer y Peña Batlle que Pedro Henríquez Ureña y el mismo Juan Bosch? Una cosa son los predicados de las leyes y otra muy distinta es esa vida y ese hacer cotidianos. Ahora las “instituciones de lugar” mostrarán su eficacia, Anthony Santos será “zarandeado” por una “justa justicia” y el Orden tendrá su risa colgate. Mientras tanto, tendremos un Teatro Nacional trujillista -no se puede entrar con jean-, una Biblioteca Juan Bosch en la misma UASD donde las mujeres no pueden mostrar los hombros y no se puede entrar en ropa -tal vez les quieran cuidar la salud, que gracias a esos potentes aires no cojan tremenda gripe. Sólo pongo dos simplísimos y extremísimos ejemplos, que tinta y bytes habrían más que suficientes para llenar esa página, oh hipócrita lector…
Cincuenta años de leyes antitrujillistas han servido de muy poco. Sigo con los ejemplos: los autores materiales e intelectuales de la muerte de las hermanas Mirabal sólo cumplieron una condena moral, destacándose luego hasta como escritores. El mismo tipo de represión –y aún peor, porque ya habíamos probado el puchito de siete meses de libertades democráticas con Bosch en 1963- que se utilizó durante el trujillato fue la mismísima a la que se apeló en aquellos fatídicos doce años -1966-1978-.
Desde hace cincuenta años los Trujillos y los trujillistas han seguido haciéndole misas a sus fieles difuntos en San Cristóbal. El disco “Salve San Cristóbal” se ha estado imprimiendo, vendiendo, bailando y oyendo, primero en onda instrumental, y luego con todo el fuete.
Desde hace cincuenta años vivimos un Estado de sitio permanente donde –cosa curiosa-, a diferencia de los tiempos de la Era, ya nada descansa en el centro de la imagen del Jefe, sino en la miríada de imágenes de los jefecitos locales, jefecitos que pueden comenzar desde los tipos que te diligencian una cédula rápida hasta la mismísima figura del Jefe o los Jefes de Estado.
Desde hace cincuenta años los procesos de exclusión en la sociedad dominicana han sido constantes. Siglo con los ejemplos: durante la Era se excluía a los negros de cualquier función pública. Cincuenta años después, puedes ser todo lo negro o negra que quieras pero debes plancharte el pelo, ay mi hija, que te ves muy cacata. Las profesoras tienen que sin “pajones” a dar clases, porque hasta en la Educación ha cundido el buen concepto de Corporate Identity.
Desde hace cincuenta años vivimos bajo el signo de los Vinchos y los Euclides, el ying y el yang, los que fueron en su juventud senadores del Jefe y luego reciclaron en esto y lo otro, uno en la derecha el otro en la izquierda y todos confluyendo en esas aguas donde se es más íntegro que una columna del Acrópolis y hay que mantener los ojos más cristalinos que un santo de Fra Angelico (no hablo de la bebida, ojo, sino del pintor).
Si Anthony Santos grita que “Viva Trujillo”, ¿qué haremos? No es más brutal esa orgía de millones de nuestros nuevos millonarios –la “clase artística” y el Arca de Noe, perdón, de Acroarte- que ese cuadro de miseria que rodea y está en el nervio de nuestras grandes ciudades.
Le cortaron el pelo a Vakeró porque hay que mantener las apariencias y todo el mundo debe andar con el caco pelao. Ahora se quiere colgar al bachatero Santos porque gritó en claro lo que media humanidad dominicana celebra, ya sea en sus actos, en sus palabras o en sus sueños o en sus maldiciones. Hay una vocación tremenda de mostrar eficacia con lo más episódico, de enfrentar cualquier quítame esta paja del maquillaje mientras el país tiene cáncer. Tiene cáncer el sistema educativo que con respecto a la asignatura de Historia se queda estancado en 1961. Esa cultura del más fuerte y del tener pistolas, ¿no es parte de la cultura del trujillato?
Hace un buen tiempo Librería Luna era la única librería que vendía el libro de Angelita Trujillo. Los super-anti trujillistas le hicieron la vida imposible a Luna con alguaciles y demandas. Luna desistió, poco después la librería se vino a pique. Con seguridad los super-anti trujillistas se sintieron contentos con su acción, pero cuando una librería se muere en Santo Domingo es como si me quitaran la mitad del hueso fémur… Ah, y ya tan pocos huesos que me quedan.
Lo digo nuevamente, por enésima vez: el trujillato no sólo fue un régimen y un período de la historia dominicana. El trujillismo se convirtió en trujillato por su capacidad de sintetizar los discursos y prácticas autoritarios del país dominicano, mejorándolos a partir del asentamiento de los ordenes capitalistas en el diario y el imaginario del país dominicano. El trujillato sobrevivió a 1961, constituyéndose en los andamios del hacer político dominicano. La sociedad dominicana no conoció instancias de la sociedad civil donde se produjeran procesamientos en torno a nuestro ser y las posibilidades de transformación. Desde 1961 hasta1996, quienes pudieron lograr un cambio valedero –las izquierdas-, no tuvieron tiempo para plantearse otros órdenes que los externos, mediados por el maximalismos e importando todos los tipos de trujillitos externos –desde el stalinismo hasta el maoísmo. Lo que las izquierdas detenían en la puerta se les colaba por las ventanas: el autoritarismo, la necesidad de vivir con oposiciones, con tolerancia, la posibilidad de un país o un mundo de sujetos, no de autómatas asintiendo lo que dijera el Jefe Máximo.
Entrados ya en el siglo XXI, en la sociedad dominicana el bonapartismo balguerista –combinación de autoritarismo y desarrollo, como lo planteara clásicamente Wilfredo Lozano-, ha perdido las grasas, está más light, pero está. ¿No vivimos en una Ciudad donde trujillitos como Roberto Salcedo imponen monumentos locales a su gestión mientras la otra parte de la ciudad se derrumba?
Lo que ha hecho Anthony Santos es, dentro de lo naive y kitsch obligatorio de todo bachatero que se respete, es subrayar las letras terribles y horribles que todavía median el cielo dominicano: las de un trujillato ínsito al que hay que pensar más allá de su rostro y de aquél terrible 1961, año ese, terrible, sí, en el que también nací yo, Miguel D. Mena, quien suscribe.