Como siempre ocurre al concluir un evento diplomático, al cierre de la VIII Cumbre de las Américas en Lima las delegaciones de cada país se retiraron a casa sacando cálculos de cuánto perdieron o adelantaron sus respectivas posiciones, siempre resaltando ante la opinión pública lo segundo y ocultando lo primero. En esta ocasión pudiera decirse que hubo sin duda algo positivo.
El número de gobiernos democráticos en la región fue superior al de la Cumbre de Panamá. En aquel entonces acudía a la cita una relativamente numerosa alianza antidemocrática de estadistas, que sumieron hasta hace poco a sus países en el autoritarismo, la corrupción y la insostenibilidad económica. En esta ocasión se condenó verbalmente a la dictadura venezolana y cerraron las puertas de la Cumbre al presidente Maduro. También fue posible una declaración positiva —al menos en papel— sobre algunas medidas que los gobiernos del hemisferio debieran tomar para extirpar el cáncer de la corrupción.
La atmósfera mayoritariamente democrática del evento resultó un contén natural a los camorristas enviados por Raúl Castro, quien optó por esconderse detrás de ellos y su canciller. Este último prefirió dar una versión simplista de la historia regional centrada en el siglo XIX y XX, antes que discutir el problema de cómo fortalecer hoy día la gobernabilidad democrática regional para erradicar la corrupción, tema de este conclave.
Pero la pregunta que debe responderse con honestidad es ¿para qué sirve el sistema de Cumbres de las Américas en la actualidad? ¿Se justifica el abultado presupuesto de sus burocracias y eventos?
Celebrada en Miami en diciembre de 1994, la primera Cumbre de las Américas fue una iniciativa del presidente Bill Clinton con un objetivo focalizado en impulsar la creación de un área de libre de comercio de las Américas (ALCA), que expandiera así el tratado de libre comercio entre Canadá, Estados Unidos y México (TLC) ya existente.
Al pasar los años, cambiaron los gobiernos que habían impulsado estas ideas y se produjeron acontecimientos dramáticos que desviaron la atención de EEUU hacia la lucha contra el terrorismo. De convocarse para promover un propósito bien definido se decidió, por inercia también, que se mantendrían las Cumbres por aquello de que “es bueno reunirse cada cierto tiempo”. Al mejor estilo de la diplomacia soviética, se planificaban temas a debatir que pocas veces coincidían con los que apremiaban al momento de celebrarse el evento.
Pero gradualmente surgió el mito de que sería un fracaso regional —y en particular de EEUU— que se pusiera fin a estas citas. Y nada tiene tanta capacidad de supervivencia después de extinguirse su razón de ser que un foro diplomático. Continuar estos megaeventos no preocupa a algunos Estados miembros, amigos de Maduro y Castro, mientras Washington siga pagando la mayor parte de los gastos.