María (nombre ficticio) acababa de cumplir 12 años cuando fue hallada borracha en la parte trasera del coche de un pedófilo, en Rotherham (centro de Inglaterra). El hombre almacenaba en su teléfono móvil varias fotos explícitas de ella. La niña acudió a la Policía para denunciar que había sufrido violaciones en reiteradas ocasiones.Los servicios sociales la evaluaron, pero dejaron pasar el caso ya que no consideraban que estuviera expuesta a ningún riesgo futuro. Un mes más tarde fue encontrada en una casa abandonada con otra niña y varios hombres. María fue arrestada por estar bajo los efectos del alcohol y por desorden público. No se produjo ninguna otra detención.
Detrás de cada uno de los más de 1,400 casos de explotación sexual a menores, destapados recientemente en el centro de Inglaterra, se oculta una historia personal a cuál más espeluznante. La de María es tan sólo una de ellas. Desde 1997 a 2013, las víctimas, en su mayoría niñas, sufrieron no solo el abuso de pederastas de origen paquistaní sino también la inacción e indiferencia de las autoridades británicas y la policía de South Yorkshire, condado al que pertenece la localidad, que no hicieron nada para detenerlo.
Otra de las niñas comenzó a ser víctima de tráfico de menores entre Leeds, Bradford y Sheffield a los 15 años. Sus agresores garantizaban su silencio con numeras amenazas. Una tarde llegó a ser rociada con gasolina. Una mínima confesión sería suficiente para que la prendieran. Se acabó enamorando de su agresor.
Reino Unido aún no ha despertado de la consternación. Cuesta digerir cómo más de 1,400 menores fueron dejados al albur de sus agresores. Aunque ya no vaya a resarcir el daño, la opinión públicaexige la dimisión del concejal Shaun Wright, quien estuvo a cargo de los servicios sociales de protección al menor de Rotherham entre 2005 y 2010.
En esta época, dos niñas de una minoría étnica sufrieron su propio calvario. La escuela en la que estudiaban informó de que varias alumnas se montaban en coches de hombre adultos al salir de clase. Recibían una remuneración económica a cambio de prostituirse. Las dificultades lingüísticas y culturales impidieron que los servicios sociales llegaran a un acuerdo con las familias, según detalla el estudio.
El control psicológico de los pederastas sobre las víctimas era absoluto. Muchas de ellas los consideraban sus «novios mayores». Invitaban a las menores a comer, les regalaban teléfonos móvilespara comunicarse con ellas e intercambiar fotos, acudían a fiestas privadas… Las pequeñas se sentían responsables de todo lo que pasaba e imploraban perdón a su agresor cuando le pegaba palizas. «Pensé que me quería. Pensé que era sólo un error, que era mi culpa».