En los últimos tiempos los dominicanos presenciamos con asombro como los ayuntamientos, en su gran mayoría, se han convertido en centros de escándalos y deficiencias, que generan profunda preocupación en todos los sectores.
En unos casos son denuncias de corrupción en gran escala y en otros, se trata de inoperancia o ambas cosas a la vez, con las graves consecuencias para sus munícipes que ven deteriorarse los servicios en forma alarmante.
Donde la situación llega a niveles más penosos es en San Francisco de Macorís, la Vega, Cotuí, Cabarete y San Cristóbal, pero siguiéndole los pasos a cierta distancia Santiago, la Capital y otros.
De poco ha servido la autonomía financiera lograda por esas corporaciones al final del pasado siglo, cuando mediante una ley se les otorgan recursos para librarlos de la necesidad de tener que mendigarles subsidios especiales a los presidentes de turno.
Todos sabemos que los cabildos vivían de rodilla ante el Palacio Nacional, esperando ayuda extraordinaria para cumplir minimamente con sus responsabilidades, situación que cambió a partir de la Ley 10-97.
Cuando se aprobó esa legislación que les asigna recursos a los ayuntamientos, acorde con los habitantes de sus municipios y las entradas de Impuestos Internos, el entonces líder del PRD, José Francisco Peña Gómez, les advirtió que manejaran con honestidad esos fondos.
El líder perredeista sospechaba lo que venía, con sus excepciones claro está, y sus temores se han confirmado, aunque no vivió para verlo.
Lo que debió ser mayor autonomía financiera y realizaciones para los municipios, se ha convertido en piñata y festín de politiqueros con escándalos vergonzosos como ese de San Cristóbal, declarada en emergencia ambiental.
Los partidos políticos tienen que hacer algo para controlar a sus dirigentes que ocupan puestos públicos, ya que son ellos quienes postulan sin mirar las conductas de sus dirigentes y miembros.