“Si hubiera sabido que iba a vivir esto, no vengo para acá”, dice a Efe el guatemalteco Norberto Marcos mientras pide unas gotas para sus ojos, rojos de no poder dormir en los últimos tres días al tener que permanecer de pie en la repleta celda en la que le metieron agentes migratorios de EE.UU.
Marcos, de 38 años, está en el refugio “Helping with all my heart” de Phoenix (Arizona), a donde las autoridades le llevaron al no poder mantenerlo detenido por la llegada de otro gran contingente de centroamericanos que cruzaron la frontera.
Lleva días con la misma ropa, un pantalón de vestir gris, una camisa de botones negra y unas botas de charol. Cuando se le cuestiona sobre su vestimenta, responde con cierta tristeza y mucho cansancio: “Nunca me dijeron por lo que iba a pasar, solo que iba a cruzar y ya quedarme en Estados Unidos”.
La misma impresión negativa es la que tiene Lady Carina, de 28 años, quien demoró doce días en cruzar México.
Salió de Guatemala con un grupo de 60 personas en un camión coordinado por un “guía” a quien le pagaron 5.000 dólares por dejarlos cerca de la frontera estadounidense.
“Cuando íbamos por México el autobús se paraba para que le diéramos dinero a personas uniformadas que se subían y que estaban coordinadas con el guía, teníamos que pagar de 200 a 500 pesos mexicanos. Si no (pagábamos) nos decían que nos iban a deportar”, relata.
Tras ese revés, explica, tuvo que cruzar un canal de agua, cruzar el desierto con la ropa mojada junto a su hijo Ferdi, de 7 años, para ser detenidos por la Patrulla Fronteriza estadounidense luego de ser perseguidos por un helicóptero.
“De haber sabido que vivía esto, no vengo”, asegura ella también.
Sensación similar es la que tienen Victoriano Pop, de 42 años, y su hija Virginia, de 16, quienes reconocieron que hubo un momento, cuando estaban confinados en una pequeña celda de inmigración, que desearon regresar a Guatemala.
“Tuvimos que estar encerrados cuatro días. No nos miraban como humanos, eso fue lo más pesado de todo”, asegura Virginia.
La mayoría coinciden en que, a pesar de las calamidades que tuvieron que pasar por México para lograr llegar a la frontera sur de EE.UU., lo peor fue el trato “denigrante” que recibieron en las instalaciones de la Patrulla Fronteriza.
“Nos trataban como animales”, relata Micaela Roxana, de 21 años, quien llegó con su hijo de 6, y protestaba porque durante tres días solo les dieron de comer dos sopas de vaso con agua helada al día.
Todos ellos forman parte de los miles de migrantes centroamericanos que siguen cruzando a diario la frontera entre México y EE.UU.-se anticipa que en marzo cruzaron 100.000-, muchos de ellos presas del engaño de los contrabandistas.
Estos traficantes de seres humanos, explican, les dijeron que sólo estarían una horas detenidos por la Patrulla Fronteriza y luego serían liberados en Estados Unidos, sin ser conscientes de que la única forma de lograr un estatus migratorio legal es por medio del asilo.
“¿Qué es el asilo político?”, pregunta el guatemalteco José Leones, de 25 años, quien pagó 35.000 quetzales (4.550 dólares) a un “pollero” para que lo llevara por la frontera entre San Luis Río Colorado, en el estado mexicano de Sonora, y Arizona.
“Yo me vine de mi país porque choqué el taxi donde trabajaba y no podía pagar la deuda. Ya me estaban extorsionando”, dice a Efe Leonés, quien llegó a Phoenix después de una travesía de once días, acompañado de su hija Cecilia, de 4 años.
Cristóbal Pérez, quien dirige el refugio “Helping with all my heart”, asegura que la mayoría de los migrantes huyen de la violencia de su país y en el camino son “estafados y engañados” por los contrabandistas.
“Son cantidades desbordantes de migrantes a quienes los engañan diciéndoles que cruzando se pueden quedar en el país”, lamenta.
Señala que su refugio ya “no se da abasto” con las oleadas de centroamericanos que son liberados por las autoridades migratorias, que no tienen capacidad para mantenerlos detenidos y se ven obligados a dejarlos en libertad en albergues como el de Pérez.
Se van con una citación para presentarse ante un juez migratorio, pero la “mayoría desconocen estas leyes, llegan estafados y sin dinero”, asegura Pérez, quien también dirige albergues para migrantes en Los Algodones y Mexicali (México).
“Cuando los bajan de los camiones (autobuses) no saben ni dónde están, ni quiénes somos, ni qué va a pasar con ellos”, comenta Pérez mientras atiende a decenas de ellos que bajan de un bus del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, en inglés).
Una vez que les explican que ya no están bajo la custodia de las autoridades y que se les ayudará a contactar a sus familiares, muchos comienzan a llorar.