Ningún otro lugar parecía peor para esconderse. Pero Francisco Rainieri, cónsul honorario de Italia y medio pariente de Antonio Imbert, tenía razones para creerlo de otro modo. Por eso no vaciló en llamar a los esposos Mario y Dirse Cavagliano, funcionarios de la embajada italiana, para que acogieran al hombre intensamente perseguido por los servicios de seguridad. Rainieri había llamado a los Cavagliano el día anterior, jueves 1? de junio, para preguntarles si podían dar refugio a dos de los tres hijos de Imbert -Oscar y Leslie- y a cuatro de Estrella Sadhalá.
La pareja italiana vivía desde hacía meses en una amplia vivienda de la calle Mahatma Ghandi esquina Juan Sánchez Rampírez, pocas casas más debajo de donde residía Estrella Sadhalá. Todo el sector se había convertido en un enjambre de calieses (agentes del SIM), que registraban numerosas casas de los alrededores.
Por funcionar allí una oficina de una misión europea, la residencia de los Cavagliano no había sido objeto de ninguna requisa. Pero eso hacía más arriesgado ocultarse en la misma. En cualquier momento podían llegar allí los siniestros agentes de la policía secreta. Mario y Dirse dijeron a Rainieri que seis niños planteaban un problema de seguridad difícil de solucionar. Rainieri asintió y llamó al día siguiente, 2 de junio, con una nueva propuesta. Quería saber si estaban dispuestos a recibir a Imbert solamente. La pareja italiana no conocía personalmente al miembro del grupo que había dado muerte a Trujillo, pero no vaciló en dar su consentimiento.
La residencia estaba dividida en dos sectores, independientes uno del otro. A un lado estaban las oficinas de la cancillería de la embajada. Del otro la residencia de la familia. En ella vivían solamente tres personas, el matrimonio y su hija Liliana, de 17 años. Gianni, de 19, el hijo mayor del matrimonio, estudiaba en Italia y no regresaría en mucho tiempo. Una lavandera que trabajaba para ellos desde hacía meses había logrado viajar a Puerto Rico. Mario era un veterano de la Segunda Guerra Mundial, perteneciente al ejército de montaña. Nacido en 1913 era un ferviente antifacista que se alistó, como muchos italianos de su época, por obligación. Después de la guerra, buscando un lugar tranquilo para reiniciar su vida, llegó a la República Dominicana con su esposa Dirse, nacida irónicamente el 30 de mayo de 1919.
Poco después del anochecer del viernes 2 de junio, fiesta nacional de Italia, el automóvil placa diplomática de Rainieri entró furtivamente a la marquesina de la residencia de los Cavagliano y penetró hasta el fondo. La puerta trasera de la derecha se abrió rápidamente y un hombre se lanzó al suelo, al tiempo que el automóvil daba marcha atrás a gran velocidad. Mario y Dirse ayudaron a levantar a Imbert, quien llevaba gafas oscuras y un enorme sombrero, y penetraron a la residencia a través de una puerta que comunicaba directamente con la habitación de su hija Liliana.
Después de tres noches de angustia, Imbert había por fin encontrado un escondite aparentemente seguro. Permanecería en él hasta el 3 de diciembre, curiosamente la fecha de su cumpleaños, exactamente durante seis meses.
Amiama
Más o menos a un kilómetro al oeste, Luis Amiama Tió cruzaba esa noche una puerta en la pared de la casa de Andrés Freites, donde se había refugiado la madrugada del 31 de mayo, para esconderse de nuevo, esta vez en la residencia contigua de la familia Álvarez Pereyra-Gautier. El doctor Tabaré Álvarez, y su esposa Josefina, acudieron a recibirle personalmente. Bajo el intenso calor de aquella noche estrellada, Josefina creyó estar viviendo “el más emocionante y peligroso momento” de sus 32 años.
Freites había pedido a sus vecinos ese mediodía que ocultaran a su amigo por unos días, en vista de la posibilidad de que su casa fuera objeto de una requisa, dado sus fuertes y conocidos vínculos con Imbert. La tarde anterior la residencia cercana de Antonio Najri, un empresario, fue registrada por los agentes de la seguridad mientras las sospechas oficiales parecían extenderse al general Román Fernández, secretario de las Fuerzas Armadas, y a su hermano Bibin. La idea era mantener allí a Amiama mientras se le encontraba un nuevo y más seguro refugio. Amiama permanecería en ese lugar hasta el 2 de diciembre.
Los esposos Álvarez esperaron que sus cuatro hijas pequeñasóMaría José, Alejandra, Teresa y Virginia, de 9, 8, 6 y 5 años, respectivamenteóy los dos de Freites, así como el personal de servicio de ambas residencias estuvieran acostados, para proceder al traslado de Amiama. Entonces apagaron todas las luces de ambos inmuebles y entraron con el prófugo por el patio. A sus oídos llegaba, como un lejano rumor, el sonido peculiar y temido de los pequeños automóviles del SIM recorriendo a escasa velocidad los alrededores.
Tabaré entró él primero para abrir la portezuela de la terraza media descubierta que daba acceso a las escaleras interiores que llevaban a la habitación matrimonial, en cuyo vestidor fue acomodado Amiama.
Freites y su esposa Antonia entraron luego y Josefina los escoltó tomada del brazo de Amiama, para que no tropezaran en vista de la oscuridad. Freites y su esposa regresaron a su residencia sin más pérdida de tiempo por el mismo lugar.
A pesar de la similitud en cuanto al tiempo en que permanecerían escondidos, no hubo muchas otras coincidencias en los prolongados refugios de los dos conjurados. Amiama estuvo la mayor parte del tiempo escondido detrás de una falsa pared dentro de un closet y únicamente solía salir de él en las noches, cuando los esposos Álvarez le llevaban la comida y los periódicos del día, El matrimonio tuvo la precaución de no despedir al servicio para mantener un aspecto de normalidad.
Josefina había cuidado siempre ella misma de su habitación. Por esto, no despertaron sospechas las nuevas restricciones puestas a Fanny, el único personal de servicio y quien había estado con la familia durante años, con respecto a esa área de la casa.
En julio, Amiama enfermó ligeramente y a petición suya, el doctor Álvarez hizo venir a otro médico de confianza para examinarle. Álvarez era especialista en los ojos y la garganta y no podía atender las dolencias de su protegido.
Nada sabía sobre su paciente el doctor Luis Fernando Fernández Martínez, cardiólogo y especialista en medicina interna de 40 años, compadre de Amiama, cuando llegó por primera vez a la residencia de su colega, con su pequeño maletín de médico, después de una tensa jornada en su consultorio. Fernández creyó que iba a examinar a Tabaré, quien le había dicho que no se sentía bien de salud. Además de ser atendido, Amiama quería hacerle llegar a su esposa Nassima, detenida por el SIM, noticias de que él se encontraba a salvo en casa de unos amigos, sin identificarlos. El encargo fue cumplido por el médico a la primera oportunidad que se le presentó de visitar a los detenidos.
Fernández se sorprendió cuando vio a Luis, su paciente, en la habitación de los esposos Álvarez-Gautier. Presentaba escalofríos a causa de la fiebre. No era, sin embargo, un caso complicado.
Tras examinarlo comprobó que se trataba de una afección viral, con signos de ronquera, por lo que le administró analgésicos descartando los antibióticos y los exámenes de laboratorio, por los riesgos que conllevarían.
A pesar del peligro y su ansiedad creciente, el médico volvió en otras dos ocasiones durante la semana siguiente para examinar al paciente y sus cuidados lo curaron en pocos días, antes de que viajara con toda su familia a California. Amiama volvió a enfermarse en octubre y, nuevamente, Álvarez tomó la decisión de buscar otro médico. Lo encontró al día siguiente, durante un cóctel almuerzo al que asistía en su condición de Secretario de Estado de Salud Pública, cargo en el que había sido designado en junio teniendo ya escondido a Amiama. Álvarez hizo un aparte con el doctor Nicolás Pichardo, cardiólogo de 47 años, y hombre de su plena confianza. Álvarez era primo hermano de Dulce María, esposa de Pichardo, y ambos habían sido compañeros de estudios.
Apelando a esa vieja amistad, Álvarez hizo entonces a Pichardo la extraña solicitud de que le acompañara un momento a su casa. En el trayecto le contó que tenía escondido a Amiama desde junio y que éste requería de la urgente atención de un médico internista. Pichardo aceptó verle de inmediato y se detuvieron un momento en su casa al final de la avenida Bolívar, para recoger su maletín médico y unas cuantas medicinas.
Era aproximadamente la una y media de la tarde cuando Pichardo atendió por primera vez a Amiama en su escondite.
Lo siguió tratando durante la semana siguiente, aunque no diariamente y a distintas horas para evitar llamar la atención de los servicios de seguridad que ya incluso habían realizado un registro en la residencia de los Álvarez-Gautier.
Cuando los calieses llegaron una mañana para el registro, Josefina hizo acopio de una tremenda sangre fría. Rápidamente se colocó un gorro de baño, abrió el grifo de la ducha y dejó la puerta de la habitación entre abierta, simulando no haberse dado cuenta de la presencia de los agentes.
Cuando éstos se aproximaron a la habitación, se asomó a la puerta que comunicaba el baño privado con la alcoba, en uno de cuyos closets estaba escondido Amiama, y preguntó en voz alta a qué se debía el ruido.
Cuando Fanny, la niñera, le respondió, le ordenó en tono despreocupado que los hiciera pasar al área. Los agentes del SIM apenas registraron la habitación para llenar un formulismo, y se despidieron agradeciendo a la “señora del Secretario” sus atenciones.
Como ocurriera en julio, en octubre Amiamia estaba muy pálido, lo cual el médico atribuyó principalmente a su prolongado escondite, y delgado, a pesar de la falta de ejercicio. El quebranto consistía en un estado gripal, con fiebre alta que le producían convulsiones. A los pocos días de la primera visita de Pichardo, Amiama mejoró notablemente, pero el médico continuó viéndole por los días siguientes.
Antes, el paciente se había quejado de fuertes dolores en las piernas, debido al entumecimiento por las largas e inmóviles horas dentro de un closet de ropa de mujer. En una oportunidad, en un arrebato de desesperación, Amiama había arrancado de un tirón las lengüetas de sus zapatos para aliviarse la insoportable presión en los pies.
Aún cuando la casa había sido registrada, la familia Álvarez-Gautier no descartaba la posibilidad de una nueva requisa, esta vez más minuciosa. Todos los que habían dado refugio a los implicados en el atentado del 30 de mayo, sin respetar edad, sexo ni condición, habían sido arrestados y sometidos a torturas. La familia Álvarez estaba convencida de que Amiama no se dejaría agarrar con vida. Josefina volvió a la casa de su vecino Freites, quien ya se encontraba en el exterior, para buscar las dos pistolas que Amiama había dejado guardadas allí.
Con el pretexto de recoger la ropa de los hijos del matrimonio Freites, entró a la casa por la puerta principal, utilizando una llave. Josefina vio antes a los agentes del SIM recorriendo, como de costumbre los alrededores. Entonces se vistió con una bata tipo kimono ancha, que podía recoger alrededor del talle con un cinturón.
Controlando la enorme tensión que la envolvía, se colocó las dos pistolas debajo de la bata y las aseguró con el cinto. Se vio al espejo y notó que no hacían ningún bulto sospechoso. Se persignó y con determinación tomó la bolsa en la que colocó la ropa de los hijos de Freites y se la entregó en la marquesina al chofer de éste, que aguardaba pacientemente.
Cumplida tan difícil misión salió despacio, con toda naturalidad, y cruzó hacia su casa atravesando la entrada delantera, mientras los ocupantes de un auto del SIM vigilaban desde lejos la escena. Ya en su casa, Josefina entregó las dos armas a Amiama.