Portugal conmemora este año el 150 aniversario de la abolición de la pena de muerte, una decisión pionera que le llevó a la vanguardia en materia de derechos humanos y que todavía hoy suscita misterio entre los historiadores.
En 1867, una reforma penal puso fin a la condena a muerte en el Portugal europeo para todos los delitos comunes y, tres años después, se empezó a aplicar también en los territorios coloniales.
La última ejecución de la que se tiene constancia es aún más temprana y data de 1846, cuando José Joaquim Grande fue ahorcado en Lagos, en el Algarve (sur de Portugal), por asesinar a la criada de su padrino.
Portugal se convirtió así en uno de los primeros países en abolir la pena de muerte para delitos no militares y en el único que lo hizo tan temprano y no la repuso, explicó a Efe el historiador Luís Farinha, comisario de una exposición organizada en la Asamblea de la República lusa para conmemorar la fecha.
Siglo y medio después, los que han estudiado este hecho histórico todavía no tienen del todo claro qué hizo que Portugal diese este paso al frente en materia de derechos humanos, cuando casi ningún país había abolido entonces la pena capital.
“Hace años que estudio esta cuestión y sigo utilizando un poco la palabra misterio para explicarlo”, admitió Farinha.
Señaló que “hay situaciones históricas que tal vez ayudan a explicar el caso portugués, pero no lo explican en términos comparativos con otros países” con contextos similares donde ese castigo no fue abolido.
Destacan dos factores que se conjugaron en el Portugal del siglo XIX, las élites liberales que ocupaban los cargos de poder y el carácter poco participativo en términos civiles de la sociedad de a pie, indiferente a las cuestiones políticas, que permitieron sacar adelante la medida sin gran contestación popular.
Portugal también tenía resuelto el dilema de qué condena aplicar a los criminales que antes acababan en la horca.
“En Portugal teníamos facilidad en resolver el problema desde el punto de vista penal, de una forma un poco ridícula, pero verdadera: se les expulsaba a las colonias del imperio y así limpiabas el territorio nacional”, indicó el historiador Farinha.
Tras la abolición para los delitos civiles, la pena de muerte fue prohibida para los militares en 1911 por la joven República -la monarquía portuguesa había caído un año antes- pero la llegada de la Primera Guerra Mundial hizo que fuese reintroducida en 1916 para casos de traición en situación de conflicto bélico.
Esta reintroducción se cobró una víctima, el soldado João Ferreira de Almeida, recordado como “el último fusilado portugués” y de cuya muerte, dictada por traición a la patria, se ha cumplido el centenario precisamente este año.
De forma simbólica, el actual presidente portugués, Marcelo Rebelo de Sousa, aprobó en septiembre la “rehabilitación moral” de Ferreira de Almeida para que pueda ser incluido en el homenaje a los caídos en la Primera Guerra Mundial.
Aunque no se volvió a aplicar, la pena capital para crímenes de traición durante una guerra no fue abolida nuevamente hasta la Constitución de 1976, ya después de la Revolución de los Claveles que dio paso a la democracia, que acabó en su totalidad con el castigo máximo.
Para los delitos civiles nunca más estuvo vigente desde su precoz derogación en 1867 y todos los intentos de reinstaurarla durante la República e incluso durante la dictadura de António de Oliveira Salazar fracasaron.
Sin embargo, 150 años no han podido borrar todos los vestigios que la sombra de los verdugos dejaron y en algunas zonas del interior de Portugal, como relató Farinha, todavía existen horcas en pie que no han sido destruidas y que podrían ser utilizadas hoy.
Aunque pionero, el paso adelante de Portugal para acabar con la pena capital no tuvo consecuencias inmediatas en otros países, y es que la mayor parte de los Estados de Occidente no abolieron ese castigo hasta la segunda mitad del siglo XX.
Francia la abolió en su totalidad en 1981 y, en la década siguiente, le seguirían España (1995) y el Reino Unido (1998).