Rodolfo Rodríguez, El Pana, ha muerto. A las 18.45 de este jueves lluvioso y esquivo, en el octavo piso del Hospital Civil de Guadalajara, el torero tetrapléjico vio cumplido su último y más íntimo deseo: abandonar este mundo. Lo hizo a los 64 años, inmóvil, sin poder respirar por sí mismo, pero rodeado de su familia y del personal médico. No hubo ayuda. O eso dice el parte oficial. Falleció de un paro cardíaco. Sufrió un agravamiento de su neumonía y un empeoramiento súbito de su estado; luego, todo terminó.
Detener el corazón fue su victoria. Matador sin suerte, el pasado 2 de mayo El Pana se cruzó con su destino en una plaza de Durango. El segundo toro, de nombre Pan francés, le embistió. La sacudida puso fin a su carrera.
De la plaza salió quebrado. Los médicos le diagnosticaron una lesión cervical severa con fractura de tres cuerpos vertebrales. Se le practicó una traqueotomía, se intentó restablecer el impulso neuronal. Pero nada se logró. El torero quedó tetrapléjico. Para siempre. Consciente de ello, a través de señas y susurros comunicó a parientes y médicos su deseo de morir.
Los médicos, sabedores de que su vida pendía de un hilo, decidieron no encarnizarse. A los pocos días, cuando vislumbraron una mejoría, lo sacaron de la Unidad de Cuidados Intensivos. “Permaneció estable una semana, pero esta mañana su salud se deterioró súbitamente”, explicó a EL PAÍS el director del hospital, Francisco Martín Preciado Figueroa.
Con su muerte, se cierra un capítulo de la historia del toreo mexicano. Excesivo y canalla, El Pana fue un matador de arrabal. Le gustaba llegar en calesas rosas a las plazas, lucir coleta decimonónica y fumar habanos grandes como brazos. El ritual no iba con él. Tampoco los brillos sociales. Había conocido el hambre y la cárcel, también las dentelladas del alcohol. Antes de empuñar la espada, fue sepulturero, vendedor de gelatinas y hasta panadero (de ahí su mote). Los entendidos le daban la espalda; los cosos de postín le repudiaban. Era una figura triste y casi cómica en un país de imposible explicación.
La gloria se le mostró esquiva hasta que, en busca de algún dinero, decidió organizar su despedida. Fue el 7 de enero de 2007, en la Monumental de México. Ante decenas de miles de aficionados, en una corrida retransmitida por televisión, rompió con el protocolo que tanto odiaba y, frente a la multitud boquiabierta, brindó por las prostitutas, “las putas, las mujeres de tacón dorado y pico colorado” que tanto le habían acompañado. Para ellas pidió, en esa tarde única, la bendición de Dios. Poco importó el toro. Había alcanzado la fama. Fue efímera y no volvió a acompañarle hasta el 2 de mayo pasado en Durango.
Ayer, a la hora extraña en que anochece en México, El Pana murió. Era lo que había pedido. Esa fue su verdadera y última despedida