Doña Mariana Cuello, de 90 años, residente en uno de los suburbios de Barahona, a 201 kilómetros al Suroeste de Santo Domingo, aspiraba hace cinco años a vivir en un techo digno, antes del ocaso.
Paradójicamente, aun en buena vejez, su casucha de zinc, madera de palma y piso de tierra, apenas cuenta con un fogón de tres piedras y leñas para cocinar los pocos comestibles que consigue.
“Espero que un buen samaritano, de esos que son buenos y solidarios, me ayude a construir mi casita en la que pueda pasar el resto de mi existencia en condiciones más dignas”, había dicho doña Mariana, en octubre de 2011.
Casi un siglo de existencia y fue imposible superar la pobreza extrema. Como ella, miles de sureños malviven en igual o peor situación justo en pleno siglo XXI, de espaldas a la modernidad, a la tecnología y con diversas carencias para subsistir.
Nunca apareció el buen samaritano. Tres años después llegó el ocaso y doña Mariana murió sin habitar una casa digna como lo anheló. La pobreza jamás la abandonó.