Trump, como escribía ayer The New York Times, no parece querer someterse al juicio tradicional de los cien primeros días, sino al de las cien primeras horas. “Ningún presidente en tiempos modernos, quizá nunca, ha empezado con tal ráfaga de iniciativas en tantos frentes y en tan poco tiempo”, decía el diario.
En su primera semana ha firmado 15 órdenes ejecutivas y memorándums presidenciales, documentos legales comparables con decretos. Algunos son más simbólicos que inmediatamente efectivos —está por ver, por ejemplo, cuándo comenzará la construcción del muro—, pero casi todos están diseñados para desmontar el legado de su antecesor, el demócrata Barack Obama, y dinamitar consensos —sobre la buena vecindad con México, o el cuidado a la hora de discriminar a religiones u hostigar a las minorías— hasta ahora dominantes en Washington.
La primera semana de Trump ha sido un shock and awe, el equivalente político de la doctrina militar del impacto y la intimidación que EE UU aplicó cuando invadió Irak en 2003. Desde que el 20 de enero, en el discurso inaugural, Trump proclamó que aquel día terminaba “la carnicería americana”, quedó claro que la retórica apocalíptica de la campaña definiría su acción política. El cierre temporal de la frontera a los refugiados e inmigrantes de varios países de mayoría musulmana, o el acoso a los inmigrantes sin papeles, no responden, en contra de lo que afirma el presidente, a una crisis migratoria o de refugiados inminente, ni a un ambiente de inseguridad causado general por estas personas.
Hechos alternativos
En contra de lo que sostiene el presidente —y es probable que muy pronto él lo descubra y se atribuya el mérito—, EE UU es hoy, con todos sus problemas de desigualdad, pobreza y violencia, un país con una economía en marcha y un paro con niveles próximos al pleno empleo, y una mayor estabilidad geopolítica que hace diez años.
La tendencia a la tergiversación ha definido los primeros días de la Administración Trump. Se inaugura la era de los “hechos alternativos”, el concepto acuñado por la asesora Kellyanne Conway. O directamente de la mentira, clave en el ascenso de Trump, que dio sus primeros pasos hacia la Casa Blanca en 2011 al erigirse en portavoz de la teoría racista y falsa según la cual Obama, primer presidente afroamericano, no había nacido en el país. Esta semana el presidente ha recuperado otra teoría descabellada: la de un fraude masivo que dio la victoria en noviembre a su rival demócrata Hillary Clinton en votos.
Trump ya no es un candidato heterodoxo, ni un showman de los reality shows, un chiste para los programas de entretenimiento. Es el presidente de Estados Unidos, el país que desde su fundación se ha presentado como una nación diferente, un modelo para la humanidad. Con sus decisiones Al señalar a mexicanos y musulmanes, al colocar los “hechos alternativos” en el núcleo de decisión de la Casa Blanca, al retomar teorías conspiratorias que desacreditan el sistema democrático estadounidense, puede convertir en aceptables comportamientos e ideologías que hasta hace poco se situaban en los márgenes de esta sociedad. Los homologa. El mundo —los líderes autoritarios y los aspirantes a serlo, y los aliados democráticos— toma nota.