Atracos y robos no bastaban, aunque frecuentes no apagaba la sed de dinero de los delincuentes juveniles. La droga apareció en los barrios marginados con billetes de miles, deslumbrando también a adolescentes y jóvenes que no habían incursionado en acciones delictivas, seduciendo a niños con “mandados” bien pagados.
Cayeron en la trampa tendida por grandes narcotraficantes locales en el mar amplio y profundo de la pobreza, convirtiéndolos en adictos con narcóticos de muy mala calidad, más baratos pero con mucho mayor potencia destructiva en los consumidores.
El dinero no llegó solo. Sin barreras de contención ante el consumo, el microtráfico de drogas surgió hace más de dos decenios y se expandió, aumentando el botín de los delincuentes. Pero el dinero no llegó solo, le acompañaba una explosiva violencia.
Al masificarse el consumo con mayor acceso a los narcóticos, se incrementó la criminalidad, robos y homicidios; raptos, atracos, una serie de inconductas concatenadas.
A su vez, desencadena mayor promiscuidad sexual, embarazos prematuros, contagio de venéreas en adolescentes que, poseídos por narcóticos, se deshumanizan hasta llegar al crimen, al sicariato, a la prostitución y homosexualidad para adquirir dinero.
Prestos a matar por una buena paga, esos jóvenes se degeneran en un nivel mucho mayor que la degradación social sufrida en los cordones de miseria. Desde entonces, la criminalidad no se expresa en el país solo con los grandes ajustes de cuentas del poderoso narcotráfico, cuyo vientre parió a los minitraficantes.
A semejanza de las revanchas del crimen organizado, a nivel del microtráfico también ocurren homicidios horrendos, pandilleros que agreden y matan a los de otra banda que osan invadir sus territorios.
Estos hechos imbricaron en un grave problema social, mientras el microtráfico derivó en un próspero negocio protegido por complicidades, por los dueños de puntos de drogas que con metralletas defienden su espacio, una o dos cuadras donde operan.
En sus redes engarzan a pandilleros, a jóvenes desempleados y a estudiantes que desertaron de la escuela o asisten con drogas en los bolsillos o en la mochila para revenderla y financiar el consumo. Y, además, para lanzar el señuelo en colegios a menores de clase alta y media, que comienzan a solventar el vicio con robos en sus casas y después en la calle, involucrándose en diversos actos delictivos.