La Colectiva Mujer y Salud expresa su apoyo irrestricto a la campaña por los derechos sexuales y los derechos reproductivos que ha venido desarrollando PROFAMILIA y que acaba de ser blanco de un recurso de amparo que, más que una simple medida judicial, evoca persecuciones inquisitoriales propias de épocas ya superadas. Con esta iniciativa la Iglesia católica nueva vez se coloca al margen de la racionalidad científica, de los derechos humanos y del respeto a los principios constitucionales de libertad de expresión, de pensamiento, de conciencia y de cultos.
Entendemos que, aunque el recurso de amparo interpuesto por la Iglesia tiene como blanco inmediato a PROFAMILIA, esta organización debe ser vista como el chivo expiatorio de una estrategia más amplia, cuyo objetivo parece ser suprimir la promoción de los derechos sexuales y reproductivos mediante la descalificación moral y la amenaza de represalias judiciales.
De su vocación por el insulto y la descalificación como estrategia política abundan los ejemplos, sobre todo de boca de su Eminencia Reverendísima, quien hace apenas un par de días ofreció nueva muestra de su gran respeto por la opinión ajena al declarar que los derechos sexuales y reproductivos son un invento de gente carente de moral y principios.[1]
El sustrato ideológico de la campaña eclesiástica contra PROFAMILIA tampoco es nuevo -de hecho, fue articulado por Agustín hace más de 15 siglos-, y descansa sobre dos pilares principales: la fobia sexual y la misoginia. Veamos. Para nadie es noticia que según la doctrina católica toda actividad sexual fuera del coito vaginal sin protección anticonceptiva, realizado entre personas casadas por un cura (aunque éste sea un pedófilo impenitente), es aberración y pecado mortal. Y cuanto menos se practique –y menos se goce- mejor que mejor, porque como es bien sabido, los placeres de la carne son la tentación del demonio.
Sobre la mujer, mientras menos se diga mejor. Fuera de Arabia Saudita –su aliada incondicional en las Naciones Unidas contra las depravaciones del enfoque de género y de derechos- la Santa Sede encabeza el último régimen político que niega a las mujeres, no digamos ya la igualdad de oportunidades, sino que ni siquiera una sola oportunidad, por pequeñita que sea, de ocupar un cargo de relevancia y autoridad.
Por el contrario, para la Iglesia las únicas mujeres buenas -fuera de las monjas, por definición célibes- son las madres y esposas que se someten gustosas a la autoridad de sus maridos y que abnegadamente se despojan de cualquier aspiración profesional en aras del bienestar de sus hijos, mientras sus maridos compiten a tiempo completo en el mercado laboral sin distracción doméstico-familiar alguna.
Y no olvidemos que las monjas fueron históricamente reducidas a la condición de mucamas y mandadas a cuidar enfermos, educar niños ajenos, coser manteles y vestimentas sagradas, y limpiar iglesias y residencias de curas. Todavía hoy en día, las que se salen demasiado de estos esquemas son declaradas extremistas feministas, poco menos que herejes, y sobre ellas se ceban todos los consistorios del Vaticano, como acaba de ocurrirle a las monjas estadounidenses.
En otras palabras, lo que está en juego con este recurso de amparo no es el supuesto bienestar de los niños dominicanos, por quienes Iglesia generalmente ha demostrado poco interés una vez nacidos -excepción hecha de los curas pedófilos, por supuesto-, sino el derecho a promover cualquier ideología que conciba una práctica sexual autónoma para las mujeres; una práctica cuya moralidad no se defina en función del estado civil o del orificio corporal utilizado, como dice Marta Lamas, sino de la responsabilidad con que se asume y de la reciprocidad del placer.
El problema es que el ejercicio de ese tipo de sexualidad requiere del acceso libre a la información (léase: educación sexual científica, no moralina católica) y a la asesoría y los métodos anticonceptivos. De ahí se deriva que el ejercicio de los derechos sexuales y los derechos reproductivos implica -exige más bien- el respeto irrestricto a la libertad de expresión, de conciencia y de cultos, que aunque consagradas en nuestra Constitución, son nociones que la Iglesia católica, que todavía no se reconcilia del todo con la Ilustración, sigue asumiendo con reticencia.
El lado tenebroso –y peligroso- de esta historia es la manera en que los extremismos religiosos de las jerarquías pueden inadvertidamente alentar el accionar de fanáticos que, sintiéndose apoyados por Dios, no vacilan en cometer atropellos contra esas personas e instituciones carentes de moral y de principios, que interfieren con el Plan Divino.
Las consecuencias las vemos todos los días a lo largo y ancho de América Latina en las agresiones que sufren las personas defensoras de derechos humanos y sus organizaciones, desde el jaqueo sistemático de sus páginas web hasta las golpizas y el asesinato.
Los numerosos precedentes de agresiones y muertes de activistas de derechos humanos ocurridos en los últimos años en nuestra región –sobre todo las de defensores de derechos sexuales y derechos reproductivos- obligan a tomar esta amenaza con la más absoluta seriedad.
Por eso concluimos esta reflexión con un llamado de atención a la sociedad dominicana para que haga conciencia de los peligros que acarrean los extremismos religiosos.
Es hora de exigir que las altas jerarquías eclesiásticas cesen su hostigamiento y sus agresiones verbales contra los organismos nacionales e internacionales que promueven y defienden los derechos humanos.
Las libertades de expresión, de pensamiento y de cultos nos garantizan el derecho a promover nuestras creencias en el espacio público, pero no a insultar, satanizar y descalificar moralmente a los contrarios. Eso se hace en dictaduras, no en democracias.