El barco se mueve bruscamente de arriba abajo, también de un lado al otro. El ruido del motor diésel estremece la cubierta y me martilla la cabeza. El pescado seco y los humos del motor llenan el ambiente. Con la camisa pegada al pecho por el sudor, dormir es imposible.
Llevamos más de 40 horas navegando por el Mar de China Meridional. La mayor parte del tiempo a la velocidad del paso humano. “¿Quién querría ser pescador?”, me pregunto en voz alta.
De pronto me llama la atención una especie de plataforma en el horizonte. Parece tierra, pero en el GPS no hay nada.
Hay camiones, grúas, tubos de acero y el centelleo de las soldaduras. Son millones de toneladas de rocas y tierra dragadas del lecho marino y amontonadas sobre los arrecifes para formar nueva tierra.
Sobre un bloque de concreto un soldado nos observa con sus prismáticos.
Somos los primeros periodistas en documentar la construcción. Le pido a nuestro capitán que se acerque pero de repente la luz de una bengala se eleva sobre nosotros. Es una advertencia de los chinos.